sábado, 5 de julio de 2008

Mozo, dos cafés


Habíamos decidido encontrarnos en el café donde el suele pasar sus tardes. Pensé en llegar unos quince minutos antes de lo planeado, cosa que sea yo quien elija la mesa. Tengo una insoportable preferencia por las que están al lado de la ventana, me siento incómoda lejos de la vista de la calle (son de esas manías que todos tenemos, y que en el otro nos resultan ridículas).

Elegí mi mesa, coloque mi saco en el respaldo y me senté. Mientras mi mirada, como siempre, recorría el lugar analizando a cada uno de sus personajes (e inventando sus posibles historias), la frase “¿Qué va tomar?” me devolvió a la realidad. Lo miré y le dije que estaba esperando a alguien, y que “en un ratito te digo”. Me miro, hizo una mueca de, supuesta simpatía y se volvió hacia la barra del café. En ese momento me di cuenta de la importancia que tiene para mucha gente (grupo en que me incluyo), la atención que reciben.

Un rasgo típico del mozo es como su estado de ánimo afecta al del cliente. Es como si fuera un chofer, es decir, el propone a donde ir, el ritmo, o si es un día como para viajar. ¿A dónde quiero llegar con éste ejemplo tan p#lotudo? La verdad, no tengo ni la menor idea, por eso retomo desde antes de utilizar el ejemplo del chofer.

Si un mozo no está con ganas de charlar con vos, no te ilusiones pensando que siendo simpático con él, su estado de ánimo va a cambiar. Es más, cuando uno se esfuerza mucho en darle charla, se termina malhumorando, ya que el tipo te “corta el mambo” de la peor forma que en ese momento le surja, con un “ya le marcho” o “va a pagar con cambio, si se toma nada más que un café”.

Uno no respeta a los mozos porque “anda a saber desde que hora está trabajando”, porque mira si “todavía, al vago ese se le ocurre escupirme el café”. Si el mundo se relaciona con un mito, es precisamente el del escupitajo en la comida (mito que aún hoy no he podido develar). Varias veces he dudado en pedirle al mesero que caliente la comida un poco más, por miedo a que mi pedido, además de ser calentado, venga con un agregado de pollo (y no estoy hablando de granja).

Al tipo de mozo que, en lo particular, odio es al despistado. Tarda entre 15 y 30 minutos en atenderte (ni te digo lo que tarda en traerte el menú con los precios). Si le pedís condimentos, o alguna otra cosa para acompañar la comida, te lo trae cuando tenés pensado pedirle el postre. Para pedirle la cuenta, haces miles de malabares para que te vea (mientras el de la mesa de al lado, piensa que le querés copar la mesa y te pega un bife -hablando de gastronomía-) y, una vez pagada, tardan el doble en traerte el vuelto.

Si hay algo que me molesta cuando salgo a tomar un café o a comer, es pedir la cuenta. No hay una forma establecida. Cada persona tiene su forma, ya sea mediante gestos, frases o palabras aisladas. Algunos chistan al mesero y en cuanto este voltea le dicen “la cuenta”. Otros utilizan el “¿me cerrás?” (¿El que?, no me asustes que yo no abrí nada).

Muchas de aquellas personas que se encuentran lejos del mesero, suelen pedir la cuenta gritando, olvidándose que no son los únicos en el lugar. Mientras otros, prefieren utilizar el lenguaje de las señas, como si uno tomara un lápiz invisible e hiciera el típico gesto de las propagandas del yogurt Ser (la b#ludes de dibujar en el aire un 0), con la diferencia que no está vestido de verde (reflexión: el color de moda es el violeta, eso quiere decir que el mundo fashion no acepta a la gente constipada).

En fin, mozos son esos trabajadores que tienen el dominio sobre el otro. Su simpatía depende de cómo se levanten, qué les pasó antes que nos atendieran y cómo les hayamos caído. Son un grupo bastante heterogéneo, lo que imposibilita el poder clasificarlos en edades ó estilos. Pero si hay algo que debo rescatar de algunos meseros, es el poder de equilibrio, en un “viaje” te pueden retirar todo lo que hay sobre una mesa.

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